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50 años después, la dictadura de Pinochet sigue moldeando la sociedad
El régimen militar estableció las bases del Estado chileno moderno y, en el presente, la sociedad se debate entre mantener este modelo o apostar por otro que deje atrás esa herencia.
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La instalación del régimen dictatorial en Chile durante 17 años, tras el golpe militar contra el Gobierno del presidente socialista Salvador Allende en 1973, además de romper con el hilo democrático, vino aparejada de terrorismo de Estado y una reingeniería estructural de la sociedad chilena, cuyos efectos aún son visibles. 

La dictadura legó la Constitución política del país, así como un conjunto de transformaciones que enterraron cualquier atisbo de lucha social durante décadas, y la nación comenzó a promocionarse como un ejemplo de estabilidad democrática. 

Sin embargo, esta institucionalidad comenzó a dar muestras visibles de resquebrajamiento a finales de 2019, cuando lo que inicialmente parecía una protesta focalizada de jóvenes por el incremento del precio del boleto en el Metro de Santiago derivó en un estallido nacional que puso en cuestión todo el orden institucional vigente, al reclamar derechos de los que, por ley, está privado el pueblo chileno. 

Tres años más tarde, Chile sigue batallando por sancionar una nueva carta magna que permita enterrar definitivamente la promulgada por el régimen, pero el camino, que inicialmente lucía expedito, ha estado plagado de obstáculos y de señales que pudieran calificarse de inquietantes. 

Recientes sondeos advierten que cinco décadas no han bastado para condenar categóricamente la herencia dictatorial en toda su extensión, incluyendo las violaciones masivas a los derechos humanos y, por lo contrario, muchos chilenos consideran que hay cosas buenas que se pueden rescatar de aquel tiempo.  

Choque a dos bandas

Los nexos entre los regímenes autoritarios y la implementación de programas económicos de ajuste neoliberal se hicieron mundialmente conocidos tras la publicación en la década de los 2000 del libro 'La doctrina del shock', escrito por la investigadora canadiense Naomi Klein

Sin embargo, los orígenes de esta tesis se remontan a 1976, cuando el economista Orlando Letelier, quien era el ministro de Defensa de Allende al momento del golpe, la divulgó en un ensayo aparecido en la revista The Nation, en interés de denunciar la creciente influencia de la Escuela de Chicago, liderada por Milton Friedman, en las políticas económicas adoptadas por la dictadura, así como el respaldo que le brindaban al Gobierno 'de facto' las organizaciones financieras internacionales. 

Letelier señalaba que la represión dictatorial había creado las condiciones –terror de la población y prohibición de toda disidencia– para que se estableciera una suerte de paraíso del libre mercado, con su ola de privatizaciones masivas, liberación de precios, escasos controles gubernamentales para el ejercicio empresarial, tributos reducidos y reducción drástica del gasto público.

No obstante, el plan de hacer de Chile un área fértil para poner a prueba las tesis neoliberales empezó al menos una década antes y tenía inicialmente otros fines.  

Klein refiere que en la década de 1960, y como parte de la cooperación bilateral entre Washington y Santiago, pasaron por las aulas de la Escuela de Economía de la Universidad de Chicago varias decenas de estudiantes chilenos, que desde la perspectiva de EE.UU. podrían, en el futuro, apartar a la nación suramericana de la odiosa senda del estatismo y hacer de ella un reino del libre mercado. 

De este modo, para cuando la dictadura de Augusto Pinochet se instaló, Chile ya contaba con suficiente mano de obra calificada como para poner en marcha el programa de Friedman y sus discípulos, que, por su lado, eran quienes movían los hilos, como demuestra la reseña que escribiera el conocido profesor de su visita a Santiago en 1975, en la que refiere encuentros con funcionarios del régimen, incluyendo al ministro de Planificación, Miguel Katz, y el director del Banco Central, Pablo Baraona Uzúa. 

En cualquier caso, el prometido paraíso no trajo consigo los beneficios inmediatos proyectados en los cálculos de los Chicago Boys. En 1976, el PIB se había desplomado 12 %, el desempleo alcanzó el 16,5 % y el ingreso por exportaciones se contrajo 40 %. 

Al año siguiente comenzó una relativa recuperación que se extendió hasta 1982, cuando el país entró en la crisis de deuda latinoamericana y el régimen tuvo que retomar políticas estatistas para recomponer el estropicio, que se abandonaron definitivamente en 1985 en favor de las de corte abiertamente neoliberal. 

Desde entonces, el país entró en una senda de crecimiento económico sostenido –5% interanual entre 2000 y 2010– y de reducción de la pobreza cercano al 60 % durante los primeros 30 años de democracia.

¿Del neoliberalismo al Estado de bienestar?

El llamado 'milagro económico' de Chile es aún objeto de innúmeras controversias. Sus defensores alegan que, pese a los traumas iniciales, en el largo plazo produjo expansión económica y prosperidad generalizada, al tiempo que sus detractores recuerdan que ese modelo fue impuesto a sangre y fuego en el contexto de un Gobierno dictatorial y especulan que, en otras circunstancias, las autoridades no habrían podido hacer lo que hicieron. 

Cifras de la Organización Económica para la Cooperación y el Desarrollo (OECD) muestran que el país exhibe una economía relativamente estable, pero al precio de una gran desigualdad

Incluso, en el último reporte oficial, fechado en junio de 2023, se recalca que ha de incrementarse la inversión en programas sociales "por su bajo nivel en comparación con los países de la OECD" e implementar "un sistema impositivo más progresivo".  

Estos señalamientos apuntan directamente a asuntos estructurales del modelo económico, que fue puesto en el banquillo en el estallido social de 2019, si bien esto no significa necesariamente que los chilenos estén dispuestos a apostar por otro. 

Un reciente sondeo con alcance nacional reveló que 68 % de los consultados consideró que el sistema económico "funciona mal", pero cuando se les preguntó su apreciación sobre el modelo económico, 37 % opinó que era "bueno o muy bueno" y 45 % lo calificó como "regular". 

Del mismo modo, aunque 59 % consideró que Chile debe convertirse en un Estado de bienestar –las otras opciones eran "capitalismo" y "comunismo"–, 64 % se decantó por un sistema económico basado en el libre mercado, frente a la alternativa "planificación del Estado". 

Neoliberalismo constitucionalizado

Estas contradicciones pueden explicarse a partir de la convergencia de dos situaciones: la naturalización del neoliberalismo como única alternativa posible frente al 'comunismo' –equiparado simbólicamente por la dictadura con el terrorismo, la intervención estatal y el fracaso económico– y un marco legal que ampara la libre empresa antes que a las personas. 

En 1980, la junta militar encabezada por Pinochet redactó y sometió a plebiscito una Constitución para reemplazar la que regía desde 1925. Según relata la Universidad de Princeton (EE.UU.), a pesar de su relevancia, el texto no fue sometido a discusión entre la población ni se desplegó campaña informativa alguna, mientras que la votación transcurrió en medio de numerosas irregularidades y denuncias de fraude. 

La carta magna de 1980, en lugar de derechos básicos, consagró libertades. Así, los chilenos no tienen derecho al agua sino acceso al agua, carecen de derecho al trabajo, pero sí gozan del "derecho a la libre contratación y a la libre elección del trabajo con justa retribución"; el Estado tampoco garantiza el derecho a la salud, pero a cambio permite elegir entre la atención pública o la privada. 

Otro tanto sucede en el caso de la educación: solo se establece la obligatoriedad de la educación hasta el nivel secundario y se ofrece la "libertad" a los padres de elegir el tipo de establecimiento –público o privado– en el que desean que sus hijos se formen. 

Del mismo modo, en el texto se impusieron severas restricciones a la actividad sindical y se dejó abierta la puerta para que encajaran en "terrorismo" no solamente los crímenes tipificados internacionalmente en esa categoría, sino también aquellas ideas que resultaren oprobiosas para quien ejerce el poder. 

Además, se estableció la "libertad para adquirir dominio de toda clase de bienes", excepción hecha de aquellos que pudieran considerarse de propiedad de toda la nación, con el matiz de que se autorizaron regímenes concesionales para explotar todos los recursos del subsuelo, salvo los hidrocarburos y la gran minería del cobre.  

Sobre estos cimientos se constituyó el Estado chileno contemporáneo.

Camino de obstáculos

Las sucesivas enmiendas a las que ha sido sometida la Constitución pinochetista apenas han matizado algunos de los puntos, y las modificaciones más polémicas, como la interrupción voluntaria del embarazo, han sido resueltas por el Poder Judicial, pero distan mucho de las expectativas que salieron a la luz con las protestas sociales de 2019.  

Ese mismo año, la Cámara de Diputados aprobó una reforma para sancionar una nueva carta magna y el presidente Sebastián Piñera (2018-2022) firmó el decreto para el plebiscito de consulta ciudadana, que se realizó el 25 de octubre de 2020. La opción a favor del cambio arrasó, al obtener 78,27 % de los sufragios. 

La misión se encomendó a una Convención Constitucional cuyos miembros fueron elegidos por voto popular. Aunque las izquierdas y grupos progresistas ganaron la mayoría de los escaños, poco más de un tercio de los apoyos se desplazó al margen de las estructuras partidistas.

El proyecto sometido al escrutinio ciudadano planteaba un pacto social radicalmente diferente al establecido en la transición posdictadura –aunque con base en lo que el pinochetismo impuso– e intentó recoger las demandas más sentidas expresadas por la población durante el estallido social, pero fue categóricamente rechazado con el 61,86 % de los votos. 

El resultado fue directamente atribuido al presidente Gabriel Boric, que figuraba como el principal promotor del "apruebo" y obligó a emprender un nuevo proceso constituyente mucho menos beligerante que el anterior, en el que además las listas de la derecha y ultraderecha acapararon 34 de los 51 escaños en disputa del Consejo Constitucional. 

Este grupo trabaja un borrador avanzado por un comité de expertos que en mucho mantiene el espíritu de la Constitución de 1980, como puede colegirse a partir de una comparación del texto vigente y el trabajo del Consejo, este último disponible en línea para consultas.  

Sin embargo, la nueva tentativa de carta magna tampoco ha logrado acaparar la atención de los chilenos. Una investigación de opinión pública divulgada a inicios de julio de 2023 por la firma Cadem advierte sobre la desconfianza en la propuesta de la Convención Constitucional, que para la fecha acumulaba 63 % de rechazo. 

Aunque el plebiscito de consulta está pautado para el 17 de diciembre de 2023, el escenario no luce auspicioso para revertir la tendencia y conseguir el apoyo ciudadano. El problema es que, si esta iniciativa falla, no podrá convocarse a otra elección con fines constituyentes en lo que resta de período constitucional y la Constitución de 1980 seguirá vigente.

La herencia que amenaza con extenderse

De otro lado, a 50 años del golpe militar, la sociedad chilena sigue profundamente dividida en torno a las implicaciones de este evento e incluso sobre la figura del propio Pinochet, quien falleció en 2006 sin haber sido condenado por crímenes de lesa humanidad. 

Una investigación de la firma MORI publicada a finales del pasado mayo reveló que más de un tercio de los chilenos (37 %) considera que la dictadura "liberó a Chile del marxismo", mientras que 40 % está de acuerdo con que el derrocamiento de Allende "destruyó la democracia". Asimismo, 47 % de los entrevistados opinó que el régimen fue "en parte bueno y en parte malo", frente al 25 % que lo calificó como "solo malo". 

Aunque no deja de ser un sondeo –la firma, que mide los indicadores desde 1989, advierte que hay cierta volatilidad en estas variables–, los resultados son cuando menos inquietantes, pues parecen dar cuenta de una pugna subyacente en el pueblo chileno: una decidida voluntad de cambio y el temor de abandonar el modelo de sociedad que estructuró la dictadura y que se desplegó en los subsiguientes mandatos democráticos. 

En paralelo, el Gobierno progresista de Gabriel Boric, sobre quien recaían amplias expectativas para liderar y cristalizar el cambio exigido durante el estallido social, no ha podido cumplir lo ofrecido y, antes bien, acumula un importante desgaste, que se expresa en un índice de desaprobación cercano al 70 %. 

La caída en la popularidad de Boric se explica a partir del fracaso de su coalición en conseguir el cambio constitucional, recientes escándalos de corrupción y trabas legislativas para sus reformas, todo lo cual ha sido electoral y políticamente aprovechado por la derecha y la ultraderecha, cuyos dirigentes reivindican, abierta o soterradamente, el legado de Pinochet

En este escenario, es irreal esperar que el 50.º aniversario del golpe de Estado contra Salvador Allende se convierta en un símbolo de unidad nacional y que el Ejecutivo, comprometido decididamente con la condena al régimen, pueda capitalizarlo políticamente en aras del cambio estructural que sigue clamando una parte de los chilenos.

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