Extrañamente, en ninguna otra parte probé tanta variedad de mojitos de todos los sabores y combinaciones como en Kiev. Fue un par de años antes del golpe del Maidán. Cuba todavía estaba de moda, las estrellas rojas no estaban prohibidas y creo que nadie podía imaginar la pesadilla que estaba por golpear la puerta.
Hace unos días, después del tradicional voto ucraniano en apoyo al bloqueo estadounidense de Cuba en la Asamblea General de la ONU, el ministro de relaciones exteriores del régimen de Kiev, Andréi Sibiga, anunció "la reducción del nivel de relaciones diplomáticas" con la isla y, en consecuencia, el cierre de la Embajada de Ucrania en La Habana. En esto no hay ningún misterio, la pregunta más bien sería otra: ¿Por qué un gobierno como el ucraniano demoró tantos años para romper relaciones con Cuba, un país que, en política exterior e interior, ya lleva más de seis décadas representando exactamente lo contrario a la idea de Zelenski y sus cómplices, acerca de la "soberanía"? ¿Le tenían miedo a Cuba? ¿O a la reacción del mundo?
Al parecer, solo es la urgente necesidad de hacer méritos ante los ojos de Trump, en un momento en el que el Imperio amenaza a medio mundo. Seguramente, si se presenta el caso, el siguiente paso de Kiev será ofrecer sus tropas para invadir Venezuela.
Si necesitamos definir el actuar del Gobierno ucraniano con una sola palabra, esta sería ingratitud. No sé si Zelenski y Sibiga lo sabrán, pero el mundo entero seguramente se acuerda de las imágenes de Fidel Castro recibiendo en 1990 en el aeropuerto José Martí a niños ucranianos para tratarlos después de la catástrofe de Chernóbyl. Cuba fue el primer país del mundo en reaccionar y ayudó mucho más que todos los demás juntos. No solo sin pedir por ello un solo céntimo, sino que, por explícita solicitud de Fidel, prohibiendo cualquier publicidad mediática de este acto solidario. Recordemos que, en ese momento, el Gobierno de Gorbachov ya había traicionado a Cuba, ofreciéndola como un "regalo de buena voluntad" a los nuevos "socios" de EE.UU., y el pueblo cubano vivía los peores tiempos del bloqueo, pasando hambre y escasez de todo, menos de su dignidad.
Los testigos cuentan que, casi cuatro años después de la catástrofe de Chernóbyl, las autoridades soviéticas, desde el colapso en el que ya entraba su país, comenzaron a entender que no tenían capacidad para tratar a decenas de miles de niños afectados por la radioactividad. Por eso, en febrero de 1990, el comité de emergencias del Comité Central de las Juventudes Comunistas de la todavía República Socialista Soviética de Ucrania, la más afectada por la catástrofe, hizo un llamado a la comunidad internacional para que ayudara a los niños afectados. Dicen que fue un acto de desesperación, ya que no se veía ninguna otra posibilidad de hacer algo. La primera y prácticamente inmediata reacción fue la del Consulado General de Cuba en la URSS. El cónsul Sergio López Briel informó que Cuba estaba dispuesta a acoger a los niños que necesitaban tratamiento. Llegaron a Kiev la oncóloga jefe de Cuba, Marta Longchong; el director del Instituto de Hematología e Inmunología, el profesor José Manuel Balester, y el profesor de endocrinología pediátrica Ricardo Güell. Tras examinar a los niños, se enteraron de la verdadera magnitud del problema. Su conclusión fue que miles de niños estaban enfermos y que, para salvar sus vidas, cientos de ellos necesitaban atención urgente y costosa.
La parte ucraniana reconoció que no tenía fondos ni para el tratamiento ni para los pasajes. Por iniciativa personal de Fidel Castro, los cubanos se hicieron cargo prácticamente de todo y el 29 de marzo de 1990, dos aviones con niños enfermos acompañados de sus padres despegaron hacia Cuba.
Al dar la bienvenida en el aeropuerto de La Habana a los recién llegados, Fidel Castro anunció el lanzamiento del programa estatal de ayuda a los niños de Chernóbyl y cuando los periodistas le preguntaron cuánto tiempo estaría vigente, él respondió: "todo lo que sea necesario".
Durante las dos décadas que funcionó el programa, se trataron a más de 20.000 niños ucranianos, casi 3.000 rusos y más de 700 bielorrusos. Ucrania, Bielorrusia y Rusia, todavía eran tres repúblicas de un solo país. Se realizaron numerosas operaciones complejas, con un costo de cientos de miles de dólares en "el mundo civilizado", pero el Gobierno de Cuba no le cobró a nadie ni un centavo y le entregó a estos niños lo mejor y más de lo que tenía. El programa 'Los niños de Chernóbyl' le costó a Cuba unos 350 millones de dólares, mientras que en la isla bloqueada, escaseaba la divisa y su pueblo pasaba innumerables necesidades.
Ahora me pregunto, ¿a cuántos de estos niños de Chernóbyl y a cuántos de sus hijos, el Gobierno ucraniano los recluta para matar y morir?, defendiendo los "valores democráticos" de sus peores enemigos?
El tercer presidente de la Ucrania independiente, Víktor Yúshchenko, llegó al poder en 2005 después de una revuelta conocida como 'Revolución naranja', que fue el ensayo general de la 'Revolución del Maidán' de 2014. Fue con su gobierno que se inició la propaganda antirrusa directa y la glorificación total de los nazis ucranianos, poniendo la historia real patas arriba. En el mismo 2005, Yúshchenko declaró la intención de Ucrania de ser miembro de la OTAN como objetivo principal del Estado ucraniano y desde el Congreso de Estados Unidos se comprometió a que Ucrania apoyaría la misión de "promover la democracia en Bielorrusia y en Cuba".
En ese momento, una delegación cubana que iba para Ucrania en un viaje oficial y ya se encontraba en un país europeo intermedio, suspendió la visita y regresó a la isla.
Desde entonces, Ucrania empezó a apoyar regularmente el bloqueo estadounidense a Cuba, reconfirmando lo ya sabido: que la actitud de los gobiernos que apoyan el bloqueo ha sido y sigue siendo el indicador más claro de su verdadera independencia. En este sentido, el actual ministro de Exteriores ucraniano, Andréi Sibiga, al cerrar la Embajada en La Habana no hizo nada nuevo. Lo sorprendente habría sido que el Gobierno ucraniano mostrara algún grado de decencia.


